ODA A LOS POLÍMEROS

NUESTRA capacidad para generar basura no conoce límites. Es un impulso suicida que nos seduce al mismo tiempo que nos envenena, tan contentos, tan felices. Estamos enamorados de los residuos, de los detritos, de los desechos. Los hemos convertido en un arte de vida, en una obra humana que resulta más natural en el paisaje que la propia naturaleza. Son nuestras criaturas, nuestra descendencia, nuestros herederos. La chatarra, la morralla, la escoria.
Las gabarras repletas de basura cruzan el río Hudson, seguidas por una nube de gaviotas hambrientas que se dan un festín en la orgía fluvial del desperdicio, mientras se desgañitan en nuestro honor con un cántico demente. Los buscadores de tesoros escalan ebrios las cumbres de los vertederos, provistos de detectores de metales y mascarillas, para encontrar en esos Himalayas tóxicos joyas extraviadas, objetos de valor.
En mitad del giro oceánico del Pacífico Norte, flota a la deriva, silencioso, un continente de porquería: la sopa de plástico. Tiene una superficie de un millón cuatrocientos mil kilómetros cuadrados. No está mal. En los relatos de los marinos, se refiere que las embarcaciones, a veces, no pueden atravesarlo y se quedan varadas en medio de aquellas Indias fuera de los mapas. Pronto se hará tan sólida la sopa, con tanto tropezón y picatoste, que podremos caminar sobre las aguas, en un milagro renovado. Nos mudaremos a esa tierra de promisión, y edificaremos megalópolis, y plantaremos semillas para que crezcan flores artificiales de especies desconocidas hasta hoy. Se llamará -acabo de bautizarla- Nueva Diógenes, y sus habitantes responderán al nombre de neodiogénicos, o simplemente neogénicos. Si los poetas no fuesen seres obnubilados, si tuviesen los pies en la tierra, en lugar de andar visitando tumbas de poetas célebres y drogándose con crepúsculos y claros de luna, no celebrarían más realidad que la del plástico, no cantarían otro amor que el de los hermosos polímeros. Ah, la multiplicación de los átomos de carbono, en las largas cadenas moleculares de todos los compuestos orgánicos derivados del petróleo bendito. Ah, las resinas celulósicas, los polietilenos y los monómeros. Qué ternura la del metacrilato. Qué conmoción la de la baquelita.
Si los músicos contemporáneos no anduvieran extraviados en memeces más o menos dodecafónicas, escucharían el rumor universal del plástico, que se contrae y palpita en armoniosas sinfonías nocturnas, para mecer el sueño de las ballenas, de los calamares gigantes y de los peces del abismo. Cómo suena, en los palacios de la ópera de Nueva Diógenes, la gran aria química de la plasticidad.
Miro esta botella de agua Solán de Cabres, de un intenso azul índigo, acaricio su tersa superficie y se me saltan las lágrimas de emoción agradecida. Lágrimas artificiales que tardarán ciento cincuenta años en degradarse. Abro estas bolsas de El Corte Inglés, con su logo ajedrezado, y me digo, en un doméstico delirio vanguardista, que no son menos bellas que la Victoria de Samotracia (y además sirven para llevar paquetes de lonchas de jamón, surtidos de galletas rellenas, panes de centeno, mejillones frescos y chucrut, todo envuelto en sus correspondientes plásticos.)
Me siento traspasado, en este amanecer de un nuevo hombre, por una energía visionaria. Me postro ante ti, divinidad elástica y flexible.

Autor: Carlos Marzal
Fuente: ABC.es

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